Un sábado visitamos la Montaña de Izopo, una comunidad perteneciente al municipio de Santa Ana. El viaje comenzó a las cinco de la mañana. Antes de partir, desayunamos en el Cerro de Hula con cuajada, frijolitos fritos, huevo y café. Estábamos en eso cuando llegó Wilmer Vásquez, nuestro guía.

Tomamos la Carretera Panamericana hasta el desvío de El Horno. El termómetro señala 15 grados. Entramos en una calle de terracería de unos 11 kilómetros. Personalmente, tenía la idea que la Montaña de Izopo era una comunidad demasiado aislada puesto que se habla poco de ella. Pero no. En la medida que se avanza aparecen casas, casitas, caserengones, una escuela y hasta una suntuosa iglesia evangélica.

Al principio del viaje todo parece normal: calles polvorientas, árboles fatigados por el calor, cerros verdegrises y el encuentro ocasional de alguna persona sobre el camino cálido. Todo cambia cuando nos adentramos más allá de la pequeña urbanidad. Súbitamente, de entre el bosque aparece un pastor con cuatro ovejas. Más adelante hay una casona con un patio amplio y paredes blancas: un grupo de personas conversa sentada. La saludamos desde la paila del carro.

Un árbol resiste el paso del cielo. Foto: Noé Varela.

Seguimos y ya estamos flanqueados por verdísimas hortalizas. Bajo el sol que hace, unos muchachos fumigan casi de manera maternal la siembra de repollos. Metros adelante, un niño sale a toda velocidad con su bicicleta. Vamos rápido. Sólo queda verlo cómo empequeñece en la lejanía.

Todo ese tiempo no habíamos parado de subir. La recompensa llega cuando entramos en un tramo forrado de unos árboles que entrelazan sus brazos sobre el camino creando una enramada fresca que apenas deja a la luz colarse.

Una mujer tiene un recipiente lleno de moras. Foto: Noé Varela.

Uno necesita salir para desconectarse. Necesita volver al origen cuando es niño y se embelesa con cada cosa. Así íbamos.

Entonces hay un giro a la izquierda. A través de una vereda de arbustos llegamos a un mirador. Es increíble. Ahora estamos por encima de los generadores. A nuestros pies hay una hondonada sembrada de milpas. A lo lejos se divisa una casita de adobe rojo y zinc en medio del maíz.

Una casita de adobe entre un sembradío. Foto: Noé Varela.

Hablamos, cortamos y comemos moras silvestres, luego nos movemos a otro mirador. Desde allí se puede ver una pequeña parte de El Zamorano y más acá observarse la aldea de Azacualpa. Después de un rato aparece una señora con una cubeta repleta de moras. La saludamos, le pedimos una foto sin ánimos de caer en exotismos e indagamos un poco. Dijo que se dedica a cortarlas por toda la montaña para luego venderlas a 150 lempiras en el mercado. Tiene prisa. Se va.

Una hermosa flor en nuestro camino. Foto. Noé Varela.

—En la casa siempre hay cosas que hacer, bañar el niño, asear la casa…—justifica.

Wilmer propone otro sitio. Al llegar, lo primero que vemos es un paisaje abrumadoramente extenso. Y un árbol, sí, un lozano árbol al que los cañones de aire le han moldeado la cabellera. Y es que llegamos a un sitio como para vivir sin preocupaciones. Las sorpresas siguen: desde allí se pueden ver, aguzando bien el ojo, las eólicas de San Marcos de Colón.

Las montañas de San Marcos de Colón se ve desde Montaña de Izopo. Foto: Noé Varela

Vamos más arriba. Llegamos a un pequeño santuario lleno de encinas. Hay presencia de robles cuyas bellotas nos recuerdan a la divertida Scrat de la Era de Hielo. También hay colibríes gema y chipes pavito, la insinuación del mar Pacífico y del volcán San Miguel. De allí nadie quiere salir. Deliramos, decimos que sería agradable pernoctar en ese lugar alentador. Toca regresar. Venimos con renovada alegría y con la cabeza más llena de mundo.