La llegada del demócrata Joe Biden a la Presidencia de Estados Unidos ha creado muchas expectativas respecto a un giro en el abordaje del fenómeno migratorio.

En esa ruta, la nueva administración estadounidense ha suspendido por cien días, a partir de este 22 de enero, la deportación de inmigrantes, mientras es allanado el camino para la probable legalización de 11 millones de personas que viven en Estados Unidos bajo un estatus irregular.

A juzgar por lo que se ha planteado, estamos ante una propuesta para pasar del trato “brutal” dado a los indocumentados en la gestión anterior del Gobierno de Estados Unidos a una etapa en la que se presume se privilegie la seguridad, la legalidad y el respeto del principio de emigración como un derecho.

En lo que toca a nuestro país, las esperanzas están cifradas en que se materialice una transición hacia "un sistema migratorio justo y eficaz" centrado en el respeto a la dignidad de la gente que emprende su éxodo hacia el norte.

Las estimaciones más conservadoras señalan que cada año salen del territorio unos 100,000 compatriotas que buscan una escapatoria a su precaria situación.

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Y es que, independientemente de que el flujo de indocumentados esté vinculado con los negocios oscuros de los coyotes y de las redes de traficantes de personas, nuestros connacionales deciden irse por la desigualdad, la injusticia, la miseria, la criminalidad y la corrupción que prevalecen en Honduras.

Hay que poner sobre la balanza dos situaciones. En principio de cuentas, las propuestas que ha formulado la nueva administración de Estados Unidos no son indiscriminadas. No significa que, en lo sucesivo, se dejará pasar “a tropel” a todos los indocumentados. Los beneficios irían orientados a quienes ya se encuentren en la Unión Americana.

Por otra parte, las nuevas medidas conllevan una serie de condiciones que debemos analizar en sus alcances para los objetivos de la política exterior de Estados Unidos y en las implicaciones para un país como el nuestro que es "expulsor de su gente".

Es claro el mensaje que ha enviado el gobierno demócrata recién inaugurado, en torno a la asignación de 4 mil millones de dólares que se ha planteado para un período de cuatro años en calidad de cooperación para fortalecer la seguridad, robustecer la institucionalidad y combatir la corrupción en el área.

Debemos interpretar que Estados Unidos demanda de nuestros países que se emprendan acciones para desincentivar la emigración desordenada, y esto pasa por crear un clima para que los hondureños encuentren la respuesta a sus necesidades elementales en nuestro propio territorio.

Y en este sentido, Honduras es el país que presenta los peores indicadores en seguridad jurídica, generación de empleo, justicia social y transparencia y rendición de cuentas.

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Los niveles de corrupción en nuestro país son excesivos. En los últimos años, hemos retrocedido al menos 20 puntos en el tema de la transparencia, lo que hace que la deshonestidad en el manejo de los recursos públicos se haya convertido en "la raíz de todos los males de Honduras".

Por culpa de la corrupción y de la impunidad, en nuestro país se ha generado un caldo de cultivo para la emigración ilegal. Los recursos que deberían ser invertidos en el desarrollo económico y en la elevación de las condiciones sociales del pueblo son desviados a las manos de inescrupulosos personajes que siempre están a la caza de beneficios para ellos.

Debemos tener presente que el respaldo internacional para atender las condiciones de subdesarrollo de Honduras no será proporcionado si seguimos empantanados en la deshonestidad y en la inmoralidad que son factores que impactan directamente en la peregrinación de los menos favorecidos hacia el norte.

Sólo mediante la generación de riqueza, la creación de empleos, la atracción de inversiones, y el combate a la pobreza, a la inseguridad y a la corrupción, será posible cortar el flujo de desplazados que buscan sobrevivir en el norte, en lugar de construir su futuro en Honduras.