Cuando a un respetado panel de sociólogos y legalistas se le preguntaba -tiempo atrás- sobre las causales que han enraizado la corrupción y la impunidad en Honduras, todos coincidían en que el origen y detonante de este fenómeno ha sido que en Honduras en lugar de combatirlo y castigarlo, se ha disculpado, justificado y perdonado. Y cuánta razón y verdad no hay en esa conclusión.

El fin de semana dos de los nefastos protagonistas del millonario y grosero saqueo sufrido por el Instituto Hondureño de Seguridad Social recuperaron su libertad, amparadas las dos personas, madre e hija, en un permisivo marco legal que no hace más que poner en evidencia la fragilidad y tolerancia de nuestra institucionalidad y particularmente el aparato jurídico para castigar el delito en toda su nociva y letal configuración.

Con el desfalco más grande y monstruoso perpetrado en Honduras, a través del cual le robaron a miles de derechohabientes más de seis mil millones de lempiras, unos 300 millones de dólares, el aparato jurídico nos ha vuelto a dejar en claro, a validar pues, la conclusión aquella de que aquí la corrupción se disculpa, justifica y perdona.

Están entonces en libertad madre e hija a pesar de haber sido condenadas por un delito de criminalidad organizada y lavado de activos, que en otras sociedades sería una imperdonable figura delictiva, pero bueno, es que también caminan de lo más campantes en esas calles de arbitraria exención e permisividad nuestras, los que en el Congreso Nacional hicieron a su medida el también llamado código de la impunidad.

Y en esta tolerante como injustificable permisividad, bajo esta densa ausencia de sanción del crimen, varios y vean sino la mayoría, de los 69 diputados que votaron a favor de ese instrumento que le dio carta de libertad a la corrupción e impunidad, van irremediablemente a continuar haciendo de las suyas en la cámara legislativa, aunque esa votación haya socavado el tejido social, jurídico y económico del país.

Y cómo la joven Molina y su madre ya están de nuevo en casa después de haber purgado nada más cuatro de sus más de doce años de condena, al tiempo que los 69 legisladores del código de impunidad se relamen los bigotes celebrando los cuatro años más que les esperan en el hemiciclo, la sed de justicia se vuelve más sofocante mientras la legislación y entramado jurídico nacionales, alienta, premia, e inmuniza la “sinverguenzada”, la descomposición moral y ética, y la consolidación de la corrupción.

La institucionalidad de nuevo le ha quedado a deber a la sociedad hondureña, y no solo por este manto de impunidad que el sistema jurídico le ha tendido protectoramente a los responsables de la muerte de centenares de derechohabientes que no tuvieron acceso a atención y medicinas vitales para seguir viviendo.

Aquí es claro y deplorable que ningún delito, de lesa humanidad que sea, recibe un castigo de las mismas proporciones del daño que provoca, como también quien lo comete y fomenta.

La lucha contra la criminalidad organizada seguirá siendo una tarea pendiente entonces, y saber cuántos tendrán que seguir pagando las consecuencias, en tanto este colapsado sistema siga empoderando por los siglos de los siglos la impunidad bárbara y letal que ha socavado hasta el borde las muerte, la estructura social, política y económica de Honduras.

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