A Chelato lo vi una solo vez: era una tarde lejana, aislada del mundo, detrás de la neblina sembrada con árboles de eucalipto, donde yo inventaba la infancia con un columpio, al borde de mi casa en Valle de Ángeles de aquel 1982 cuando yo tenía 8 años.

Chelato estaba allí, cruzando apenas una calle mi de tierra, en un campo de futbol de domingos, porque el resto de la semana estaba ocupado en ser potrero.

Tenía un balón curtido de historia ya pasadas en los pies de tantos hombres solitarios, que les dio por jugar fútbol, para no morirse de tristeza en este país de estadios abandonados por la desidia y la miseria.

Estaba allí el hombre parado, viendo con sus ojos caídos, como si fueran hojas dobladas en las manos de Dios.

Andaba un buzo azul costurado con un monograma de la H, y una camiseta de rayas celestes, y unos tenis marca Bracos, un silbato colgado del cuello, que yo confundí con un reloj de leontina.

El pelo le caía en la frente, le volaba como pájaros buscando perdón en el centro de una borrasca y su gorra la sostenía a veces con sus manos pálidas.

Me acerqué, detrás del eucalipto. Me vio. Me sonrió, con la boca torcida, y apenas me señaló la pelota y la encajonó con el empeine y me la lanzó con la paciencia de unos pies cansados.

La detuve con las manos. -Soy portero- le alcancé a decir, pero las palabras me las arrebató el viento y se las llevó como si fuera un cometa perdido en la vida.

Le lancé el balón de nuevo. La tomó y me dijo adiós con la mano.

Dio la vuelta y se perdió en la neblina verde del campo, con unos muchachos que cargaban en sus espaldas costales de pelotas.

Nunca más lo vi.

La tarde era azul.