Son constantes los casos de funcionarios de la actual administración señalados por acoso sexual, abuso de autoridad, actos de corrupción e intolerancia.

En la Dirección de la Niñez y la Familia (DINAF), la extitular de esa dependencia, Dulce María Villanueva, y otros dos altos cargos son investigados por sobornos y violación de los deberes de los funcionarios.

¡Vergonzoso desempeño de estos burócratas que, al final, han tomado ventaja de sus cargos para entablar negocios sucios en nombre de la niñez desvalida de nuestro país!

Y en otro de los escándalos que han estallado estos días, elementos de la Agencia Técnica de Investigación Criminal (ATIC), han iniciado pesquisas para establecer la veracidad de las denuncias respecto a la sobrevaloración del proyecto de instalación de un nuevo césped en el Estadio José de la Paz Herrera de Tegucigalpa.

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Ha sido una simple inspección; sin embargo, los funcionarios del ramo han reaccionado iracundos a las diligencias del Ministerio Público, porque consideran que es una maniobra de personajes de la narcodictadura que –según su pensamiento sesgado- todavía están enquistados en la entidad que ejerce la acción penal.

Los capítulos de funcionarios metidos en comportamientos indecentes se han sucedido uno a otro. Tirso Ulloa, exsecretario general del Instituto de la Propiedad, y Moisés Ulloa, exdelegado en materia Anticorrupción e Impunidad del Despacho del Designado Presidencial, han sido algunos de los protagonistas de sucesos penosos de inmoralidad y de hostigamiento laboral.

Otros eventos que han tenido entre sus actores al destituido gerente del Sanaa, Leonel Gómez, y a los diputados Bartolo Fuentes y Mauricio Rivera, trazan la frontera del revanchismo, delitos contra la mujer, abuso de autoridad y tráfico de influencias.

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A la luz de estos casos a los que se ha hecho alusión, nos parece sintomático que, en apenas un año y cuatro meses después de la inauguración del Gobierno, se hayan presentado tantos expedientes bochornosos; unos de corrupción; otros de deshonestidad, impudicia, procacidad e improcedencia; muchos más de giros ideológicos, odio político, ambiciones desmedidas y autoritarismo.

En su mayoría, los burócratas de alto, medio y bajo rango se han encarnado en el papel de activistas políticos obcecados y de “misioneros de la refundación del país”. Han tomado muy en serio su encomienda de defender el régimen de Libre y de atacar a todos aquéllos que cuestionan su desempeño.

Una cosa es incontrastable: la ética y la moral no parecen formar parte del código de conducta de casi la totalidad de los funcionarios públicos en los diferentes niveles del ejercicio del poder.

La corrupción, la violación de los deberes de los funcionarios, el tráfico de influencias, la falta de ética y el absolutismo que Libre condenaba con furor en la llamada narcodictadura, resultan ser ahora los sellos distintivos del Poder Popular que nos gobierna.

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