Antes, mucho antes de que el juez de sentencia en materia de corrupción condenara al que finalmente fue el único culpable de la millonaria estafa de los hospitales móviles, la impunidad ya había ganado la partida.

La mera imputación a nada más dos servidores públicos de tercera y cuarta categoría en el engranaje administrativo, presagiaba que en el deleznable caso de las estructuras móviles traídas para enfermos de covid, cuya compra derivó en el peor desfalco sufrido por el pueblo hondureño casi que en toda nuestra historia, terminaría sucediendo lo que finalmente ayer un juez resolvió: absolver al exjefe de compras de Invest-H y condenar al ex director ejecutivo a una pena que no pasará de los 11 años de prisión, que podrá conmutar una vez cumplida una tercera parte de la condena.

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¿Qué tal? Bográn entonces, él que terminó siendo el chivo expiatorio de esta bárbara conspiración contra el pueblo hondureño, a lo sumo, no pagará más que cinco años cuando mucho, en prisión.

Los atroces alcances de la opacidad institucional y el enorme tamaño que ha alcanzado la  impunidad. Tan devastadores como los enormes costos que la corrupción misma inflige a los hondureños. Un problema tan grande porque además de distorsionar el uso de los recursos, debilita la institucionalidad, resquebraja el nivel de vida, mina el crecimiento económico, desalienta la inversión nacional y extranjera, debilita la seguridad ciudadana, destruye la confianza pública, y empobrece más a la población hondureña.

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El fallo emitido ayer es, además de un antecedente triste en la lucha contra la deshonestidad y el delito en general, un capítulo funesto por sus devastadoras consecuencias. Por eso es que decimos que la corrupción y la impunidad, como la falta de transparencia y la contracultura de rendir cuentas, han infligido a los hondureños unos costos demoledores y aterradores. Porque no solo es que ha impactado en el crecimiento económico del país y en nuestra confianza en el estado de derecho, sino que además resquebrajó el tejido social a tal extremo que ha privado a los hondureños de la oportunidad de tener una vida digna y mejor.

La corrupción, además de vulnerar los derechos humanos de la gente, corrió las instituciones democráticas, agudizó la pobreza y minó el bienestar a siete de cada diez ciudadanos hondureños.

Y este impune y galopante flagelo, como la opacidad dañina, encontró caldo de cultivo en una impunidad rampante, arraigada a la vez por una estructura institucional y un marco legal débil y complaciente, casi que enemigo de la transparencia, rendición de cuentas y probidad administrativa.

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Honduras, lamentablemente, apenas ha podido entonces avanzar en la construcción de los mecanismos de fiscalización, transparencia, rendición de cuentas, contención de la corrupción y erradicación de la impunidad. La corrupción erosionó el entramado social, debilitó la institucionalidad democrática, empeoró la ineficacia de las políticas públicas, provocó altísimos costos económicos, y prácticamente subyugó los retos y las intenciones que como sociedad pudimos en su momento haber enarbolado para combatirla y minarla. 

Muy a nuestro pesar también hay que decir que no pudimos ya dimensionar o convencernos los hondureños que una democracia y la legitimidad de las estructuras institucionales, cimentan su prosperidad sobre la base del respeto al Estado de Derecho.

Este fallo de ayer nos deja varias lecciones. La primera de ellas es que la impunidad no nos permite enfrentar ese monstruo de mil cabezas que es la corrupción. La opacidad institucional se sigue pasando por allá los principios de transparencia, rendición de cuentas, probidad administrativa, y además, eficacia y contundencia en la aplicación de la ley. Es como lo dijo alguien por ahí, una justicia que es una injusticia para los hondureños.

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