Bien lo declara la máxima sobre la sabiduría que le es dada en potestad a aquéllos que guardan la prudencia y que, consecuentemente, toman lecciones de los fracasos y de las experiencias negativas. Hacemos esta reflexión sobre el entorno económico y político de América Latina y sus repercusiones en Honduras, porque es importante que examinemos los riesgos a que nos exponemos si el Gobierno se inclina por seguir modelos económicos y políticos que han fracasado en otros países de la región.

En Venezuela, el descontento de la población ha llegado a mayores. El país ha hecho crisis por los excesos de la clase en el poder, ideologizada y alejada de las demandas de un pueblo que se debate en una pobreza mayor al 90 por ciento, una estrepitosa devaluación y una galopante inflación.

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En la vecina Nicaragua, los derechos humanos y las libertades esenciales son vulnerados sin consideración que valga. La persecución contra la iglesia, los medios de comunicación y los líderes de todos aquellos sectores que se oponen a los abusos del régimen, son una deshonrosa constante.

Y en El Salvador, parece estar delimitada la ruta hacia una dictadura. La censura a sectores adversos y la intervención de la agenda de los medios críticos, son signos predominantes en el vecino país, en el que también se han adoptado medidas económicas y políticas que generan inestabilidad e incertidumbre.

Nos interesa a los hondureños retomar una pregunta que nos hemos formulado muchas veces: ¿Existe voluntad en nuestros gobernantes de verse en el espejo de los países donde se han impuesto modelos malogrados que han generado más corrupción, pobreza y debilitamiento de las instituciones democráticas?

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Debemos estar a la expectativa de las decisiones tomadas por el Gobierno de la presidente Xiomara Castro que pudiesen tener influencia ideológica de los países de América Latina donde se ha dado cabida a esquemas fallidos, sin respuesta a la desigualdad social, al rezago económico ni a la corrupción que nos han golpeado siempre.

Hacemos nuestras la exhortación hecha en repetidas ocasiones por los líderes de la Conferencia Episcopal: nuestros mandatarios deben abandonar su «razonamiento obtuso, sus ofertas mentirosas y sus apetitos desmesurados y maquiavélicos».

Darían una muestra honrosa de su liderazgo si dedicaran mayor empeño a conocer la realidad de nuestra Honduras para asumir con sinceridad la representación del pueblo, pero no a la sombra de la demagogia y del populismo.

¿O están dispuestos nuestros gobernantes a replicar los modelos implantados en otras naciones de América Latina, al influjo de las ideologías gastadas de resultados conocidos: pobreza, inflación, desempleo, corrupción, quebrantamiento de los derechos y libertades y decaimiento del Estado de Derecho?  

Si es así, ¡triste destino, entonces, para un pueblo empobrecido como el de Honduras, merecedor de mejor suerte!

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