Las cifras retratan esta patología social. Son nueve las masacres perpetradas a nivel nacional con un balance de casi cuatro decenas de víctimas mortales. Los dos homicidios múltiples más recientes, el de Comayagüela y el de Comayagua, caben en la categoría de “crímenes horrendos” y reflejan la escalada de los malhechores.

¿Son una expresión del fracaso de las acciones del Gobierno contra la criminalidad? ¿Son una consecuencia de la falta de una política pública de seguridad?

Lo que no da lugar a conjeturas es que la criminalidad es enfrentada con imprevisión y a la sombrilla de las mismas estrategias que ya fueron rebasadas por las redes de los malhechores.

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El asesinato de empresarios y operadores de transporte, los crímenes contra las mujeres, las escenas en las que pierden la vida los jóvenes, las masacres y los eventos descarnados en las cárceles, retratan cómo se han intensificado las acciones de los forajidos.

La sangre se derrama a raudales, lo que denota que las ejecutorias que tienden a perseguir y desbaratar las redes delictivas no han sido efectivas o lo suficientemente enérgicas para garantizar la seguridad pública.

Algo está fallando en la lucha contra la violencia. Las estrategias de los cuerpos élites no son acertadas o, al menos, requieren ser revisadas para que su aplicación no sea aislada.

Uno de los puntos de mayor debilidad sigue siendo el funcionamiento del aparato investigativo. Su ineficacia es tal que la impunidad en Honduras es de 96 por ciento; esto es, sólo cuatro de cien casos son judicializados.

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Lo que más nos coloca a los hondureños bajo riesgo es que nuestro país sigue sin definir una política contra la criminalidad integral, coordinada y en continua revisión conforme los antisociales marchan aceleradamente en sus actuaciones al amparo de la impunidad.  

Los funcionarios que tienen encomendadas las tareas de seguridad, investigación e inteligencia redundan en sus explicaciones, casi siempre insípidas acerca de la violencia criminal y cómo contener esta avalancha.

En el pasado reciente, quienes tuvieron bajo sus atribuciones el manejo de la seguridad, la persecución del delito, el ejercicio de la acción penal y la impartición de justicia, se cobijaron en respuestas insulsas o se escudaron en estadísticas de fachada o interpretaciones a su antojo.

Se limitaron a responder: "Los casos están en investigación y en proceso de ser resueltos", en una manifestación de incapacidad ante el desafío de la inseguridad y en una demostración de su estado de letargo y torpeza frente al acoso de los grupos delictivos. Así ocurrió antes y así sucede ahora también. ¿Qué es lo que ha cambiado, entonces, en el abordaje de la inseguridad?

Dado el rápido avance de la criminalidad, lo que urge es el planteamiento de una estrategia focalizada, porque los malhechores organizados están al acecho siempre.

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