La excluyente cobertura, los altos niveles de deserción, el mediocre rendimiento de los alumnos y el insuficiente desempeño de los maestros, no son simples problemas; describen la calamidad de nuestro sistema educativo.

La enseñanza-aprendizaje de nuestro país ya cayó en el colapso. Concordamos con esta sentencia puntual, con todo y que los funcionarios del ramo, en iracunda reacción, se nieguen a reconocer los indicadores que reflejan que nuestra educación está “inmensamente disminuida”.

La meta de los 200 días de clases no va a ser alcanzada; medio millón de alumnos se fueron en la pandemia y no hay manera de regresarlos a las aulas; aparte, los alumnos perdieron dos años de conocimiento, y una honda pobreza educativa se refleja en las insuficientes competencias en español y matemáticas.

De sobra es conocido que la infraestructura de siete de cada diez centros está dañada o destruida, más todavía por la fuerza arrasadora de los recientes fenómenos naturales.

Y si nos referimos al estancamiento en la formación continua de los docentes y al abandono de los planes de estudio y de los esquemas de evaluación que no han sido actualizados desde hace varias décadas, las notas que hay que darle a nuestra educación es de reprobación.

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¿Cuándo avanzaremos hacia una estrategia de capacitación docente de alto nivel, mejoramiento en el desempeño estudiantil, extensión de los servicios y calidad educativa?

A menos que el núcleo de la agenda nacional sea el de mantener vigente el discurso de la refundación ideológica de Honduras, y encendida la llama de las alianzas de poder “fracturadas”, entonces tendríamos que entender que poco importan los problemas capitales que nos tienen en la marginalidad.

Sólo así nos explicamos por qué nuestro país ocupa los últimos escalones a causa de sus indicadores de ignorancia, sub-desarrollo, desigualdad y rezago en todos los órdenes.

Los altos funcionaros del ramo han planteado como prioridades de la Secretaría de Educación en 2023: la intervención de los centros de enseñanza que se derrumbaron o están a punto de hacerlo, la dotación de equipo tecnológico y la apertura de escuelas normales mixtas en su modalidad bilingüe, igual que la creación de la red de centros agrícolas, y el cambio en el método de evaluación; por cierto, menos riguroso.

Pero entre los discursos enfocados en la reforma educativa y el desastre que muestra nuestra educación en la realidad, hay mucha distancia. Si algo es urgente es que hay que darle “un vuelco” a la educación en todos los niveles.

Si así lo comprenden las autoridades del país y si todavía hay tiempo, 2023 pueden ser el punto en el que empecemos a transitar desde el oscurantismo hasta la luz del conocimiento.

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