Tal y como se esperaba, el Gobierno de Honduras decidió ampliar por 45 días el estado de excepción parcial contemplado en el decreto ejecutivo PCM20-2022, mediante el cual se autoriza la intervención con operaciones policiales de alto impacto en 162 sectores de Tegucigalpa, Comayagüela y San Pedro Sula considerados de alta violencia y criminalidad.

Hablar de resultados concretos producto de la vigencia de esta medida de carácter reactivo es sumamente complejo por cuanto las estadísticas globales anunciadas por las autoridades si bien son importantes, no se garantiza que sean permanentes.

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Es claro que se mantendrán al menos en las zonas geográficas definidas mientras dure la intervención. Tampoco hay forma de comprobar que las cifras expuestas sean reales.

Con la multimillonaria asignación de recursos que año con año se hace al componente de Seguridad Ciudadana, más que soluciones temporales, que por supuesto son oportunas, en el país ya se debería contar con una verdadera política pública orientada a la toma de decisiones en función de alcanzar objetivos concretos y científicamente medibles.

Permítanme profundizar, aunque no soy un experto, la experiencia periodística de tres décadas en cobertura y el conocimiento de situaciones similares en otros países me permite asegurar que sin una medición científica, difícilmente se pueden hacer análisis concretos y reales de la actividad delictiva y sus efectos.

Nadie puede desconocer que la percepción ciudadana pesa más que el discurso oficial, que el grado de insatisfacción popular crece en la misma medida que incrementan los actos delictivos, no en vano diversos sectores sugieren ya hace algún tiempo al Estado replantear su estrategia contra la violencia, reordenar prioridades y evaluar con ojo crítico los excesos presupuestarios en seguridad.

En las actuales circunstancias es muy difícil no dudar de las cifras estatales, particularmente porque no se conoce de manera concreta, en base a qué fórmula el Estado mide los índices de criminalidad, ¿cuál es el impacto real de la operatividad policial en esta nueva etapa?, ¿se da seguimiento a los procesos de investigación, detención y castigo de los señalados por actos delictivos?

En la misma línea, ¿cuáles son los indicadores o instrumentos de medición que han llevado al Gobierno a la afirmación que en el último año el país ha avanzado de manera considerable en la materia?, ¿de dónde llega la retroalimentación?, ¿de los tomadores de decisiones, de la sociedad civil o de la gente en zonas de riesgo?, respondiendo a estas consultas preliminares podríamos tener mayor información y visión de la problemática.

Luego sería interesante conocer los ejes que los expertos estrategas gubernamentales miden, ¿cuáles son las actividades delictivas incluidas en la medición? y ¿en qué medida es congruente el presupuesto asignado con los resultados obtenidos?

Los estudiosos dicen que existen dos formas de dimensionar la actividad delictiva en una sociedad. La primera es mediante las cifras estatales que a pesar de su falta de credibilidad, se supone están sustentadas en los respectivos expedientes y archivos de denuncia e incidencia.

La segunda es mediante encuestas de victimización con las que se cuantifica el verdadero volumen de delitos y las características económicas y sociales de las víctimas, ¿podría el Gobierno prever sus resultados con esta última opción?

Si bien Honduras dejó de ser el país más violento del mundo, las cifras son todavía muy altas. 2022 fue un año critico en extorsión, muertes múltiples y femicidios.

La realidad por tanto demuestra que los niveles de inseguridad ciudadana son alarmantes, que lejos de observarse una mejoría sustancial la situación parece agudizarse, que recuperar la paz y la tranquilidad de la población sigue siendo materia reprobada y con notas muy bajas.

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